“Fácil digestión”, “la leche que te sienta bien”, “ninguna se digiere mejor”, “ligera y equilibrada” o “¿quieres disfrutar de la leche y saber que te va a sentar bien?”.
Todas estas son frases reales que se exhiben fastuosamente en los envases de diversas marcas de leche “sin lactosa” y dejan poco margen a la especulación: el mensaje explícito es que si te tomas esa leche la vas a digerir mejor que cualquier otra. Siendo justa, en realidad no dice “como no tiene lactosa la vas a digerir mejor” pero -puesto que la única característica que la diferencia de aquellas que no hacen estas menciones es la ausencia de lactosa-, el mensaje implícito no puede ser más claro: no tiene lactosa y eso favorece la digestión.
Lo que ninguna de ellas dice es que esta información solo es veraz si se da una situación: que la persona que va a tomarla tenga una intolerancia a la lactosa y esta le produzca síntomas.
Para el resto, la población general a la que van dirigidas, no supone ninguna ventaja y sí varios inconvenientes. Para empezar, alimenta la idea errónea de que la lactosa es perjudicial; y esto afecta especialmente a personas con cierto grado de intolerancia que ni siquiera lo saben porque están adaptadas y no tienen síntomas (que aparecen de nuevo si pasan un tiempo evitando completamente la lactosa y luego se exponen de nuevo a ella). Para rematar, el precio de la “sin lactosa” es más elevado: ya tenemos el pack completo.
¿Qué es la intolerancia a la lactosa?
La lactosa es el azúcar de la leche. Es un disacárido, es decir, que está formada por dos azúcares más sencillos, la glucosa y la galactosa. Cuando comemos alimentos con lactosa, esta avanza por el tracto digestivo y llega al intestino delgado. Las células que lo recubren secretan lactasa, una enzima que rompe el enlace entre la glucosa y la galactosa: ale hop, la lactosa ya está digerida.
Estos dos azúcares quedan libres como el sol cuando amanece y son pequeños, así que se absorben sin problema y pasan a la sangre con el resto de nutrientes. Fin de la historia.
El problema se presenta cuando nuestras células intestinales no digieren la lactosa porque no son capaces de producir lactasa suficiente (o directamente no producen nada de nada).
Puede aparecer en bebés por una deficiencia congénita muy rara, pero la que nos ocupa es la que aparece posteriormente, que se debe a que en algunas personas la capacidad de fabricar la enzima se va perdiendo tras el periodo de lactancia.
En adultos es bastante común -en Europa afecta a entre el 4 y el 56% de la población- y depende de nuestros genes, que determinan si una persona va a seguir produciendo lactasa. También puede haber una intolerancia secundaria temporal si el intestino está afectado por una enfermedad como una gastroenteritis o una celiaquía sin tratar, pero vuelve a la normalidad cuando se revierte la afección.
Todavía se investiga cómo y por qué llegamos a ser capaces de digerir la lactosa y cómo se extendió esta capacidad: la hipótesis más extendida es que inicialmente seríamos intolerantes a la lactosa y la tolerancia se debe a una mutación que da ventajas competitivas al poder aprovechar la leche como alimento, pero acaba de publicarse un nuevo estudio en Nature que plantea nuevas opciones.
Un proceso incómodo pero reversible
Bajemos a los aspectos más terrenales de haber bebido leche y no poder digerir la lactosa: el váter será tu tabla de salvación en medio de una escatológica oleada de flatulencias, diarrea y ruidos intestinales desatados.
Es lo que pasa cuando la lactosa atraviesa el intestino delgado sin encontrarse con su némesis, la lactasa: la lactosa no puede absorberse y llega intacta al intestino grueso. Allí empieza una fiesta acuática: la lactosa incrementa la presión osmótica y atrae agua, produciendo diarrea.
Las bacterias son las invitadas VIP y no ayudan, porque se ponen sus mejores galas para el festín que se dan fermentando la lactosa, lo que produce ácido láctico, acético y gases como hidrógeno, metano o dióxido de carbono; ahí tienes a las responsables de que tu abdomen parezca un globo.
Sí, es incómodo. Pero esa es la parte buena: solo es incómodo. En nuestro entorno los síntomas de la intolerancia a la lactosa sabotean un poco tu vida social, pero son llevaderos y no ponen en riesgo tu supervivencia.
Hay intolerancias e intolerancias
Otra cosa positiva: la intolerancia no es absoluta, sino que hay grados que varían en cada persona. La EFSA en su Opinión científica sobre los umbrales de lactosa en intolerancia a la lactosa y galactosemia no ha podido establecer qué cantidad de lactosa es aceptable para todas las personas intolerantes, pero indica que la mayor parte de ellas pueden tomar leche o lácteos en mayor o menor medida.
También considera que, de forma general, pueden tolerar hasta 12 g de lactosa -el equivalente a un vaso grande de leche- en una sola ingesta sin manifestar síntomas o con síntomas muy leves, y que dosis más altas pueden ser bien admitidas si se distribuyen a lo largo del día.
Es más, aunque la EFSA recoge que la lactasa no se considera una enzima inducible -por exponernos a más lactosa no vamos a fabricar más enzima-, hay un fenómeno curioso: si se mantiene el consumo parece que hay adaptaciones en la microbiota intestinal que ayudan a reducir los síntomas.
Como se explica en este estudio, puede ser porque nuestras bacterias fabriquen su propia lactasa o porque cambien sus vías de fermentación y produzcan menos gases. El caso es que no evitar completamente la lactosa puede ser una vía útil para mantener los síntomas a raya; otro motivo de peso para que no acudas a la leche sin lactosa si no has sido diagnosticado de intolerancia.
Es importante no confundir la intolerancia con la alergia a las proteínas de la leche, palabras mayores porque la alergia supone una respuesta exacerbada de nuestro sistema inmune al entrar en contacto con estas proteínas y puede llegar a comprometer la vida (incluso aunque la dosis sea mínima).
Las personas alérgicas a cualquier alimento o sustancia deben evitarlo completamente. Que quede bien subrayado: si hay una alergia a las proteínas de la leche tampoco pueden tomar leche “sin lactosa”.
Lo que nos dice la etiqueta (y lo que a veces no debería decir)
Para garantizar que las personas con alergias e intolerancias pueden hacer elecciones alimentarias seguras, la normativa de la Unión Europea establece una lista de 14 sustancias que deben declararse obligatoriamente en la lista de ingredientes y aparecer destacadas con una tipografía distinta que pueda distinguirse fácilmente. La leche y la lactosa están incluidas dentro estos compuestos, así que siempre que estén presentes van a mencionarse expresamente: si forma parte del alimento, la etiqueta te va a informar.
Bueno, eso es en el caso de que la lactosa sí esté, pero, ¿qué pasa si no hay lactosa en un alimento y la industria quiere destacar que no la contiene? Aquí entramos en un terreno más resbaladizo porque, al contrario de lo que ocurre con el gluten -la mención “sin gluten” sí está regulada-, con la lactosa no hay normativa que diga qué condiciones tienen que cumplirse (por ejemplo, qué cantidad máxima de lactosa es aceptable). Si se hace, es una declaración voluntaria.
Para aclarar un poco la situación, AESAN emitió una nota sobre las condiciones de empleo de las menciones “sin lactosa” y “bajo contenido en lactosa”. No se trata de una norma obligatoria, sino de unas orientaciones para tratar de unificar el mensaje: si se indica “sin lactosa” tendría que estar por debajo del límite que los laboratorios son capaces de detectar, que es 0,01 % de lactosa; mientras que el “bajo contenido en lactosa” nos indica que tiene menos del 1%.
Pero que pueda ponerse voluntariamente no quiere decir tenga sentido declarar “sin lactosa” a cada producto que no la contenga. Etiquetar atún en lata o unos mejillones en escabeche como “sin lactosa” parece más un intento de surfear la ola de la popularidad mal fundamentada de estos productos que de ofrecer información útil al consumidor: si la contiene tiene que indicarlo de forma obligatoria, así que vamos a poder encontrar esa información fácilmente en la lista de ingredientes.
Lo que sí hace es generar la duda: ¿será que el atún en aceite de otras marcas sí que tiene lactosa? Es una forma sutil (y un poquito deshonesta) de dirigir las elecciones de los consumidores y diferenciarse de la competencia. La legislación sobre información alimentaria exige que se informe de manera leal, sin inducir a error al consumidor y “sin insinuar que el alimento posea características especiales cuando todos los alimentos similares presentan las mismas características, en particular poniendo especialmente de relieve la presencia o ausencia de determinados ingredientes o nutrientes”.
AESAN también se ha pronunciado sobre la posibilidad de destacar la ausencia de lactosa o de gluten -otro reclamo que se usa en ocasiones sin justificación- en alimentos que no los contienen de forma natural, y considera que puede hacerse cuando no todos los alimentos similares están exentos (algunos los contienen y otros no).
Por ejemplo, puedes encontrarte mayonesas qué sí lleven leche o lactosa y otras que no; si se destaca que es “sin lactosa” puede echarte una mano para que elijas (en la lista de ingredientes siempre está la información definitiva). Pero AESAN también indica que no procede si dentro de ese grupo de productos todos ellos están libres de gluten o de lactosa.
Para entender la letra pequeña (y la etiqueta del precio)
Dejando los grandes reclamos a un lado, la letra pequeña de la etiqueta de los productos “sin lactosa” puede despertarnos todavía más dudas. Si vas a la tabla de información nutricional, concretamente al apartado “azúcares”, quizá das un brinco. “A ver, si la lactosa es el único azúcar de la leche y en estos alimentos me aseguran que no la hay, ¿por qué mi leche “sin lactosa” dice que contiene 4,6 g de azúcares? ¿Le añaden azúcar para que esté más rica?”.
No: como has visto, el proceso de eliminar la lactosa consiste en romperla. Al fragmentarla obtenemos los dos azúcares que la componen, glucosa y galactosa, que siguen presentes en tu brick de “sin lactosa”.
Tanto la lactosa como sus “ladrillos” entran dentro de la definición legal de “azúcares” y su cantidad debe estar recogida en la tabla nutricional. Por eso la leche normal y la “sin lactosa” va a tener la misma cantidad de azúcares, aunque estos son diferentes.
La lista de ingredientes también puede hacerte arquear una ceja, porque es posible que la lactasa no aparezca por ningún lado. No es un error, es que -como, de nuevo, explica AESAN-, la mención de las enzimas no siempre es obligatoria y va a depender de cómo haya sido el procesado: si sigue activa y tiene una función tecnológica en el alimento en el momento de la venta, se considera que es un ingrediente y sí tiene que figurar.
Pero si la enzima se ha destruido durante la fabricación -técnica “batch”- tiene la categoría de “coadyuvante tecnológico” y puede omitirse. Con todo, la normativa en este sentido está bastante abierta a interpretación (tanto que hasta hay una guía con un árbol de decisiones para ver, paso a paso, cuál es cada caso).
Que haya múltiples leches “sin lactosa” en el mercado es una buena noticia para las personas intolerantes a este azúcar, porque pueden acceder de forma sencilla y razonablemente asequible a un producto que hasta hace poco solo estaba disponible en tiendas especializadas.
Pero hacerla pasar por una leche más digestiva para todos es un mensaje engañoso y además caro: concretamente, hasta un 30 % más (dependiendo de la marca).
¿Cómo se fabrica la leche “sin lactosa”? Sencillo y corto: añadiendo lactasa a la leche: en este estudio publicado en Nutrients lo puedes leer con detalle. Es decir, digiriéndola fuera de tu cuerpo para que tú no tengas que hacerlo.
Puede hacerse “en lote” (técnica “batch”) antes del tratamiento térmico de la leche y, una vez que la lactosa está digerida, la leche se pasteuriza o esteriliza; lo que destruye la enzima, se envasa y listo. También puede hacerse en un proceso mediante técnica “aséptica”, en la que la enzima se añade tras el tratamiento UHT y va actuando cuando la leche ya está envasada, dentro del brik.
En cualquiera de los casos se rompe la lactosa, y lo que hay cuando abres el envase es glucosa y galactosa. Esto supone un problemilla comercial, porque puede tener un sabor dulce que produzca el rechazo o despierte suspicacias entre los consumidores.
Ocurre porque no todos los azúcares tienen el mismo poder edulcorante, es decir, no todos endulzan igual. El poder edulcorante se establece en comparación con la sacarosa, el azúcar de mesa, a la que se atribuye un valor de uno. Resulta que el de la lactosa es más bajo que el de sus constituyentes, glucosa y galactosa, que son los azúcares que aparecen en la “sin lactosa”, de ahí el extra de dulzor.
Para corregirlo se han desarrollado técnicas que eliminan previamente una parte de la lactosa mediante separación cromatográfica o filtración, haciendo pasar la leche a través de membranas -si tienes curiosidad puedes trastear en estos estudios: 1, 2- y la que queda se digiere posteriormente usando la enzima.
De esta manera se ajusta el dulzor y se consigue una leche con un sabor equivalente al de la leche normal (en el mercado predominan las leches sin lactosa fabricadas con la primera técnica).